Fail better


I


     Revisé hace poco las primeras películas que había guionizado Cesare Zavattini y todas me provocaron una conmoción que nunca me ha embargado viendo cine moderno. 

     No fue a consecuencia de la indiscutible cálidad artística de El ladrón de bicicletas, Milagro en Milán o Umberto D, sino de la simple condición material que las peliculas registraban en la pantalla de mi ordenador. Es decir, del blanco y negro, de la luminosidad apolillada, del borde quemado de los encuadres o del ruido de fondo que sobrepujaba los diálogos. De lo que no dependía en máximo grado del talento de un realizador o de un técnico de cine pero, inevitablemente, se había establecido allí.


Fotograma de El ladrón de bicicletas

     Era como si participara en la reproducción de una realidad estetificada, pero también de la exhumación repetina, feral, de un trilobite.

     Ahora recuerdo a Walter Benjamin, a sus lecturas de Baudelaire y su anhelo metafísico y doy un salto hacia Proust y la memoria involuntaria. Ambos ilustran cómo el mundo que conocemos sale a flote a través de los sentidos, se vuelve cierto en la conciencia y aceptamos sus definiciones al uso, pero luego necesitamos de una carga de profundidad que nos desestabilice, nos arranque del sonambulismo y nos permita percibirlo diferente. Esta carga de profundidad quizá sea el impacto revelador de un fenómeno imprevisto, como le sucede a Marcel cuando, en el primer volumen de A la busca..., un mordisquito de magdalena despierta en su memoria la vivencia de un tiempo antiguo o como le suceda a Walter Benjamin cuando, paseando por los pasajes de París, recuerda la prehistoria del capitalismo prestándole atención a un juguete usado. 

     Del mismo modo, aparecían en pantalla unas imágenes que azoraban mi comprensión del medio cinematográfico al percibirlas, por así decir, crucificadas en un soporte de alta tecnología completamente ajeno a su vieja naturaleza histórica.

      Y en parte por eso me gustan el cine en blanco y negro, las películas de la primera mitad del siglo veinte y, sobre todo, el neorrealismo italiano al que tanto contribuyó Zavattini, debido a que me provocan una conmoción inmediata sean buenas, malas o regulares.


II 

      Hay una valentía testimonial en todo lo que sobrevive a la quema de los años e incluso la peor película del mundo está o estará señalada con cierto encanto retrospectivo que nos revela un mensaje admirable, muchas veces terrible, sí, pero admirable, que ha sido inscrito allí a la fuerza por una suma de agentes superiores a nosotros y arrastra consigo un legado de verdad o una suerte de espejitos recién lustrados que nos interrogan a lo largo de un corredor de una, dos o quizá tres horas.

   Pienso en todo esto a raíz de las quejas que oigo acerca de «el malestar de las artes contemporáneas», la costumbre actual de publicar libros nefastos y de que los escritores ya no leen el canon sustituyéndolo por cualquier producto de la TV.  Lo hago, sobre todo, a raíz de la costumbre cainita que tanto abunda en internet o en algunos suplemenos culturales de firmar reseñas condenatorias y luego dejarlas así, como si referir una opinión personal sin mayor fundamento fuera lícito o pudiera decirse círitca.  




     A pesar de que respaldo, en principio, muchas de las quejas, digo, no obstante, que mejor es que haya libros y lectores, de lo que sea, a que no los haya y que mejor es, también, preocuparse del discurso de uno, responsabilizarse de él y hacer de la crítica un arte en segundo grado, como decían Harold Bloom, Barthes o incluso Proust, y hablar con el afán de un explorador o de un agrimensor imaginativo al que no le preocupa tanto la bondad o la maldad del producto entre manos, como el cuidar de su palabra y buscar un mínimo legado de verdad.

    Bajo este presupuesto, incluso la crítica feminista o la de base marixsta lukacsiana podrían llegar a obtener hallazgos perdurables. Pero me temo que, como en cualquier trinchera, la reproducción insensata e instintiva de las consignas oportunas continuará en alza sobre la visión imaginativa y, junto con la sarna del gusto personal, no van a dudar en ponerse de manifiesto hablen bien o mal de cualquier cosa. 

    ¿No sería, con todo, en los malos cuadros, las malas películas o los malos libros que la crítica cultural tendría que brillar por cuenta propia, cuando ya no hay siquiera cuadro, película o libro, sólo el vaivén de una palabra cuidada que, en el más correcto de los casos, procura arrojar luz aun por encima de sí misma? 


 III 

     Recuerdo este párrafo de un magnífico relato de Roberto Bolaño titulado Henri Simon Leprince. Eeconoce una nobleza o dignidad secretas en los malos escritores. Y eso me basta, en serio, como ejercicio de crítica literaria. 

     «Leprince, modesto y repugnante, sobrevive a la guerra y en 1946 se retira a un pequeño pueblo de la Picardía en donde ejerce de maestro. Sus colaboraciones con la prensa y con algunas revistas literarias no son numerosas pero sí regulares. En su corazón, Leprince ha aceptado por fin su condición de mal escritor pero también ha comprendido y aceptado que los buenos escritores necesitan a los malos escritores aunque sólo sea como lectores o como escuderos. Sabe también que, al salvar (o al ayudar) a algunos buenos escritores, se ha ganado a pulso el derecho a emborronar cuartillas y a equivocarse. También se ha ganado el derecho a ser publicado en dos, tal vez tres revistas. En algún momento, por supuesto, ha intentado ver otra vez a la joven novelista, saber algo de ella. Pero cuando vuelve a la casa la encuentra ocupada por otras personas y nadie conoce el paradero de la joven. Leprince, por supuesto, la busca, pero ésa es otra historia. Lo cierto es que nunca más la vuelve a ver.»


Iago Fernández


2 comentarios:

  1. Perdona Iago. Yo no estoy tan seguro de "que mejor es que haya libros y lectores, de lo que sea, a que no los haya". De lo que sea no, por favor, ni lectores ni libros. Ni la lectura ni los libros convierten, forzosamente, en mejores personas a nadie.

    Me conmueve el modo como has expresado esa sensibilidad personal que confiesas al respecto de lo viejo y de su poder invocador y evocador

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  2. Nunca he dicho que los libros tuvieran una labor socializadora e hicieran a las personas mejores; por eso mismo, no me importa que los haya de todas las clases y para todo tipo de públicos, siempre y cuando, precisamente, no se amalgamen en una masa indiferente de productos culturales: que haya best-sellers, claro; pero que no los reseñen igual ni en los mismos espacios que una reedición de Madame Bovary.

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