Acerca del canon literario


Rebuscando en una bolsa llena de papeles viejos, encontré un número atrasado de El Cultural, el de la semana del 10 al 16 de enero del presente año. En la portada figuraba una nómina de los temas que trataban los debates centrales del suplemento, todos relacionados de un modo u otro con la vigencia del canon literario y la banalización de la cultura contemporánea.
     Lo había adquirido de inmediato con la esperanza de asistir a una reyerta de cierto calibre intelectual. Por lo que a mí respectaba, defendía la primacía del canon sobre cualquier otro modelo de jerarquización literaria y, no cabe la menor duda, consideraba que la cultura según la entendía se encaminaba a una rápida extinción. Contando con estos preliminares, me conciliaría con el 50% de los críticos y reconvendría mentalmente a los demás.




     Mi experiencia, sin embargo, fue justamente la contraria. Acabé sintiéndome afín a los críticos que cuestionaban la legitimidad del canon oficial y oponiéndome a los que tanto la defendían. Esto no quiere decir que hubiera mudado un ápice mi opinión, sino que los críticos de un bando maniobraban de manera mucho más meritoria que los del otro.

     Así pues, Ricardo Senabre mostraba un ejemplo de cómo hacerle un flaco favor a la postura que uno mismo sostiene. Su intervención comenzaba ya con un adverbio que los críticos deberían usar con especial cuidado, «Naturalmente», y continuaba: «Con líneas y colores crean sus obras Velázquez y Van Gogh, pero también millares de pintamonas insignificantes. Una sonata de Bach es una combinación de notas musicales, como muchas canciones de infinitos raperos. ¿Habría que igualar unas y otras?».

     Aparte de la consabida falta de respeto (“pintamonas insignificantes»), que advertía una importante cerrazón de miras (lea Henri Simon Leprince), lo más pernicioso a día de hoy para defender un canon es apelar gratuitamente a la autoridad. Partimos de que si hace falta establecer un canon esto se debe, primero, a nuestra condición mortal y, segundo, a que nada tenemos tan claro como para estar todos de acuerdo. Harold Bloom ha ideado una compleja teoría de las influencias con los planteamientos de Freud, Nietzsche y la escuela de Yale que precisa dentro de lo que cabe quienes son los pesos pesados. Luego podrá ser aceptado o no, presentar sumos inconvenientes o no, pero cuando menos fundamenta sus aprioris con cierto bricolaje.

     No era el caso de Ricardo Senabre, feliz de presentar una suma de datos historiográficos por toda justificación de su parecer.

Ricardo Senabre frente al microfono

     De la otra parte, Luis Goytisolo firmaba un texto sensato y comedido en el que distinguía la literatura de las lecturas de entretenimiento; Ignacio Echevarría continuaba esa misma línea, distanciando una literatura de otra sin menoscabo de ninguna, y además advertía los intereses ideológicos que respaldaban la construcción de los cánones literarios; Belén Gopegui los consideraba un espejo de príncipes para las clases altas que mudaban con los cambios históricos, etc. Ninguno, en fin, daba nada por hecho.

     También es cierto que no contaban ni con media página para amueblar sus opiniones, pero, al mismo tiempo, esa limitación de espacio daba pie a traslucir cierto aparato crítico o, cuando menos, cierto cuidado al considerar las cuestiones llamadas a debate. 
    
     ¿Por qué sucedía aquello, por qué mi posición, defendida por alguien como Senabre, quedaba desacreditada de antemano? En realidad, a consecuencia de una contradicción. El punto común por excelencia entre los participantes era que los cánones literarios, en un momento u otro, sufrían alteraciones. Sin embargo, estas alteraciones nadie las reivindicaba en las teorías que respaldaban su legitimidad, como si, de algún modo, hubiera que dar por supuesto la exaltación de unos libros cuya excelsitud nadie nos ha explicado. Pienso ahora en la defensa de la tradición de T.S. Eliot u otros practicantes de las close readings y, también, en la de Harold Bloom, Samuel Johnson e incluso en la de Virginia Woolf, cada cual con sus particularidades pero todas engranadas en su respectiva circunstancia histórica.

     Dicho esto, si ya no queda más que la opinión, el mero gusto o el desplante, entonces, mejor la tertulia del café. Quisiera recordar, de hecho, la tertulia del café que principia la película de La Colmena, dirigida por Mario Camus, como ejemplo de lo que NUNCA se debe hacer:



Iago Fernández


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